38.
"No sabe dónde está ni cuando fue su muerte. Él está muerto. No oye la brisa rozar las ramas de los árboles, ni al mar respirar al lado suyo; no siente a los pescadores pasar frente a su tumba, dejando la huella de sus pies descalzos en la arena y un olor a tabaco en el aire. El tiempo que había antes de nacer se ha unido al tiempo infinito que sobrevino con su muerte y ha formado un solo ser, sin arribas ni abajos, antes o después. No sabe quien posee ahora su tierra. ¡Y tanto que llego a quererla! ¿Existió? ¿Existirá la vereda alguna vez? Él no lo sabe; la extraña flor de su cerebro se ha secado y para él ya no existe la memoria. Se ha perdido para siempre en la gran cosa que está ahí y ha estado desde siempre, ser absolutamente remoto y presente, ser que es sólo agua aunque sepa florecer en amor, horror, inteligencia y deseo; agua que florece en belleza, sangre y compasión por más que permanezca siempre agua.
(…) Pero él ya no lo sabe. No puede oír el ruido de la arena que en desordenado reloj remueven los cangrejos a través y a los alrededores de su tumba. No puede oír el ruido del agua, desordenada también en su infinita mensuración de sal y espuma, cuando viene con la marea y se lleva de nuevo para el mar las arenas que su cuerpo va formando. Primero estaba el mar. Todo estaba oscuro. No habìa sol, ni luna, ni animales, ni plantas. El mar estaba en todas partes. El mar era la madre. La madre no era gente, ni nada, ni cosa alguna. Ella era el espíritu de lo que iba a venir y ella era pensamiento y memoria."
Tomás González, Primero estaba el mar.