martes, 19 de agosto de 2008

Sobre algunas partículas elementales


La experiencia de leer "Las partículas elementales" deMichel Houellebecq, sucedió en tres tiempos. Casi como está estructurada la novela.

En un principio devoré los primeros capítulos intentando descifrar si la frialdad del narrador se debía a un gran escepticismo en las acciones de los dos personajes principales: Bruno y Michel, quienes se esforzaban por crecer, enamorarse y entender el mundo, mientras ese narrador distante diseccionaba, con la maestría del mejor cirujano, cada uno de estos actos y los desnudaba como causa y consecuencia de ser hombres occidentales en medio del siglo XX.

Este impulso de lectura fue frenado por labores académicas varias, y en dos semanas no se tocó el libro. Aunque no podía dejar de hablar de él y de pensar en la manera en la que ese narrador sabelotodo explicaba el amor como si fuera parte de una teoría sociológica no muy compleja. Retomé la lectura y me dejé cautivar por el personaje de Bruno. Esto puede sonar extraño para quienes lo han leído, ya que Bruno se perfila como un hombrecito pusilánime que teme a la vejez y que sólo encuentra comfort en el placer sexual. Claramente este hombre, al ser un cuarentón medio loco, no logra cumplir sus fantasias sexuales con adolescentes de senos perfectos, pero aún así encuentra el placer en Christiane, una mujer que también teme al paso del tiempo y que ha dominado las diferentes maneras de hacer una felación. Sin embargo, la relación de Bruno y de Chistiane se convirtió en mi motor de lectura, pues siempre, en el trasfondo, estaba ese odioso narrador recordandome que el amor en estos tiempos se desenvuelve en bares swinger, donde la inmediatez del deseo prevalece.

La lectura fue de nuevo interrumpida, pero después el libro apareció en un día de larga espera y entendí que la parte final estaba dedicada a Michel, biólogo encerrado en su laboratorio, que no encontró mayor felicidad en su vida que las compras por catálogo. Al lado de Michel siempre aparecía la figura de Annabelle, a quien el narrador esboza como una mujer que le ha concedido demasiada importancia al amor. La relación entre ellos se da desde la infancia, pero es en la edad adulta cuando los dos resuelven estar juntos, tal vez como una manera de resignarse a la vida y a la vejez. Las posibilidades de la relación están agotadas: no pueden tener hijos, no pueden enamorarse de manera apasionada, no pueden entregarse al placer al que se entregan Bruno y Christiane. El mayor confort lo encuentran al dormir juntos. Como en toda tragedia, Annabelle muere y Michel se va a Irlanda a escribir sus últimas reflexiones que comprenden el último capítulo, el cual se llena de una lucidez inmensa.

A lo largo de sus páginas "Las partículas elementales" mezcla el discurso cientifico para diseccionar el comportamiento de los hombres con la historia de estos dos hermanos. Al leerlo sentí pánico. Miedo de dirigirme hacia el despeñadero que resulta la vida de estos personajes en donde la edad adulta se convierte en un catalizador de la desesperanza. También me sentí ingenua. Me dejé convencer por el narrador y pensé por un momento, que a veces somos masas gigantes que respondemos a los corpúsculos de Krause (ubicados por la naturaleza de manera estratégica en el clitoris y el glande) y confundimos esos estimulos con el amor, o con algún ritual sociólogico complejo. La biografía de estos hermanos y su realismo de bisturí me dejó con algo de temor sobre lo que viene más adelante.

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